El actual Mercado de Santo Domingo de la ciudad de Pamplona fue edificado entorno a la segunda mitad del siglo XIX. Su diseño y arquitectura fueron remodelados hace unas pocas décadas dejando su actual fisonomía para uso y disfrute del comprador habitual y de todo visitante más esporádico y fugaz. Lo que casi ninguno de ellos sabe es que su fase de planificación se prolongó hasta casi cuatro siglos.
Lo que primero llama la atención es su aprovechamiento de la luz natural que penetra desde el exterior, adentrándose vigorosamente de manera especial en la planta inferior en la que abundan ultramarinos, fruta, verduras y carne. Su vecina de arriba está centrada en lácteos, repostería y quesos muy variados. La mezcla de los olores de todos estos alimentos no resulta indiferente ni siquiera al menos sensible y observador.
Prácticamente todas las procedencias geográficas tienen representación en cualquier rincón de nuestro país. Un mercado municipal, como el de Santo Domingo, es uno de los ejemplos que más fidedignamente da fe de ello. Rostros de casi todos los continentes se entremezclan a lado y lado de las distintas paradas.
¿Un mercado municipal es un mero lugar de confluencia de consumidores de productos alimenticios de primera necesidad o por el contrario constituye un verdadero espacio de encuentro y convivencia social que se esfuerza, día tras día, por sobrevivir ante la gran superficie que nos aboca a todos a un irremediable anonimato propio del capitalismo y de la globalización? En la calidad, en la proximidad y en el dinamismo propios de estos espacios cruciales en el quehacer diario de nuestras poblaciones reside la clave.
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